Si bien no me considero un conocedor o apasionado del cine de animación, no puedo comenzar estas líneas sin recordar la película *Ratatouille*, producida en el año 2007 por Pixar Animation para Walt Disney Pictures. Casi al final de la cinta, el conflicto se resuelve en una escena magistral donde el antagonista, el áspero y estereotipado crítico culinario Antón Ego, nos regala un visceral monólogo sobre el auténtico espíritu de su oficio.
La secuencia destaca por sus dotes técnicas, pero su guion es igual de sublime cuando escuchamos a Ego decir: «La vida de un crítico es sencilla en muchos aspectos. Arriesgamos poco y tenemos poder sobre aquellos que ofrecen su trabajo y su servicio a nuestro juicio. Prosperamos con las críticas negativas, que son divertidas de escribir y de leer. Pero la triste verdad que debemos afrontar es que, en el gran orden de las cosas, cualquier basura tiene más significado que lo que deja ver nuestra crítica. Pero en ocasiones el crítico sí se arriesga cada vez que descubre y defiende algo nuevo. El mundo suele ser cruel con el nuevo talento; lo nuevo necesita amigos.»
Quizás no sea esta la fuente más convencional o la que se espera de un juicio crítico riguroso, pero es en estas palabras donde he hallado con mayor fuerza una declaración de principios que sustenta lo que es para mí hoy el ejercicio de la crítica. Brad Bird, director y guionista —quien ya nos había sorprendido con historias de culto dentro de la animación como *El gigante de hierro* (1999)— elige al crítico como el villano de su película, a sabiendas de que es esa figura la que el imaginario del mundo del arte suele ver como el enemigo de la creación auténtica y libre; sus juicios de valor son la antítesis de la libertad creativa. Sin embargo, por más que el artista contemporáneo haya tratado de desligar la trascendencia de su obra del análisis crítico, paradójicamente, el arte de nuestros días ha desarrollado y ampliado las funciones del crítico.
Al mismo tiempo, es verdad que a voz pública se cuestiona cada vez más la necesidad de una crítica para el arte o, peor aún, se ignoran completamente sus funciones y competencias.
En el caso de la crítica teatral, este fenómeno se da de manera particular, quizás por ser el teatro uno de los campos pioneros en contar con una crítica de arte. Soy graduado en Teatrología, una carrera rara y difícil de explicar en su verdadera esencia. Como campo de estudio e investigación sobre el fenómeno teatral y sus distintos componentes, adquirimos autonomía a finales del siglo XIX y principios del XX en Alemania, de la mano de investigadores como Max Hermann, provenientes del mundo de la literatura, que se especializaron y valoraron la independencia del teatro.
Desde entonces, aunque la investigación teatral es un universo mucho más amplio, la crítica teatral ha pasado a estar sostenida en un corpus teórico sólido; sin embargo, no es necesario ser teatrólogo para ejercer la crítica. De hecho, no en todos los países los estudios de arte dramático contemplan la Teatrología como una carrera.
En Cuba, la Teatrología existe como estudio de nivel superior desde la fundación de la Facultad de Arte Teatral de la Universidad de las Artes (ISA). Este hecho solo demuestra la alta conexión existente entre la investigación y la praxis creativa que se gestaba en el panorama teatral cubano, sobre todo a partir de 1959. La Teatrología en Cuba tiene, por supuesto, un énfasis en la crítica teatral, pues el ejercicio crítico cuenta, como bien han señalado varios de mis colegas, con dos factores fundamentales que aún hoy se mantienen.
En primer lugar, su tradición que parte con la obra génesis de Rine Leal, precursor de los estudios de Teatrología en nuestro país. Leal, además de ser un crítico consagrado, se dedicó a historiografiar una herencia teatral cubana que sirviera de arsenal a una crítica nacional.
A partir de entonces, hemos contado con una larga lista de nombres que evidencian este legado a lo largo de distintas generaciones, como pueden ser Calvert Casey, Rosa Ileana Boudet, Raquel Carrió, Roberto Gacio, Vivian Martínez Tabares, Esther Suárez Durán, Lillian Vázquez, Osvaldo Cano, Amado del Pino, Eberto García Abreu, Marilyn Garbey, Omar Valiño, Norge Espinosa, Jaime Gómez Triana, Yohayna Hernández e Isabel Cristina López Hamze.
Esta extensa lista de nombres resulta limitada si consideramos que, en realidad, estamos siguiendo el rastro de una tradición de crítica teatral en la Isla que no solo se define por el número de críticos, sino por la relación participativa de estos dentro de los procesos creativos y su validación como un ente fundamental dentro del funcionamiento del esquema teatral cubano.
Nuestra tradición teatrológica no se limita a engendrar investigadores aislados en centros de investigación o relegados al claustro de una universidad; menos aún contempla la figura del crítico frío y distanciado del espectáculo que aparece cada semana en la columna de un periódico. Aunque podemos encontrar colegas teatrólogos en las esferas de la gestión cultural, la investigación, la docencia e incluso dentro de los medios de prensa, la implicación directa con los procesos culturales ha sido siempre una característica distintiva de nuestro ejercicio crítico, y me atrevería a decir que su principal baluarte.
Más allá de los aportes al campo de la teoría, la crítica teatral cubana se ha definido por un ejercicio que considera el juicio de valor como una parte indispensable en la ecuación de los procesos creativos, entre la emisión y la recepción del espectáculo. Por tanto, la crítica es asumida —sin dejar de lado su rigor investigativo y académico— como un proceso creativo en sí mismo. La gran mayoría de los nombres mencionados anteriormente ha tejido su carrera en relación directa con varios de los colectivos teatrales más importantes de su época, estableciendo una dialéctica con los procesos del teatro que no se limita al resultado disfrutable sobre el escenario, sino que se involucra en la gestación y artesanía de las puestas en escena.
Esta labor muchas veces les permite desempeñarse como asesores teatrales (más del noventa por ciento de nuestros críticos trabaja como asesores teatrales de algún colectivo), pero también tenemos exponentes que han desarrollado la actuación, la dramaturgia e incluso la dirección paralelamente a su labor crítica.
Debido a esta particularidad, no son pocos los que han cuestionado la imparcialidad del crítico teatral cubano, al estar altamente vinculado al acto creativo. Una duda quizás lógica, pero que se diluye al entender que, si bien nuestra tradición no es la de los columnistas distanciados que se limitan a publicar sus reseñas, nuestra visión del trabajo crítico como forma de arte conlleva también una dimensión ética que nuestros pioneros en esta labor supieron desarrollar.
Esa tradición creativa y ética deja su testimonio en las múltiples publicaciones de investigaciones y textos críticos sobre teatro que han aparecido durante más de sesenta años en diversos medios, desde los más oficiales hasta los más alternativos.
Sin embargo, la mayor expresión de la importancia cívica del teatro para nuestra sociedad contemporánea se encuentra en la aparición de revistas especializadas y exclusivas del arte teatral, como Conjunto —fundada en 1964 desde Casa de las Américas con el objetivo de ser un órgano de difusión y visibilidad del teatro latinoamericano— y Tablas, creada en 1982 por el casi recién instaurado Ministerio de Cultura (1976).
Esta última, surgida en medio de un contexto teatral herido por las secuelas del Quinquenio Gris, fue fundada con la misión de ser «una revista para difundir la imagen del teatro cubano actual y ser un vehículo de orientación y crítica» y «contribuir a la formación de un público más sensible y culto». Desde entonces hasta hoy, Tablas constituye un auténtico testimonio del quehacer teatral del país durante casi cuarenta años, no solo a través de las críticas a espectáculos, sino también por la publicación y difusión de textos teatrales y teóricos.
Pese a la tradición que he expuesto anteriormente, hoy afrontamos una crisis en el reposicionamiento y la efectividad de la crítica teatral. Basta con observar la decadencia de ingresos en la carrera de Teatrología o la escasa recepción de la revista Tablas (que ya ni siquiera se publica de manera impresa), y lo que es peor, el deterioro de la figura del crítico como un ente social importante en los procesos creativos y en el mundo de la cultura en general.
Las razones de ello podrían ser múltiples y deducirse si pensamos en Cuba como un país donde el ejercicio crítico está en decadencia en todas las esferas. Esto no solo se debe a los medios de censura (que siempre han existido y han sido sorteados en otras épocas), sino que nuestra sociedad también se ve afectada por el mal de la desidia y la apatía generalizada, un terreno infértil para cualquier acto valorativo.
En el caso de las artes escénicas, podemos observar que cada vez se va menos al teatro. Incluso en nuestro movimiento teatral, las migraciones han creado ausencias abruptas que han terminado por mellar el desarrollo natural del arte escénico.
De hecho, no sería descabellado pensar que el teatro contemporáneo, en su apuesta por nuevas formas y roles, puede prescindir de las figuras del crítico y lograr un diálogo más directo con el espectador a través de las redes sociales u otras plataformas de opinión.
Todo lo anterior podría ser cierto, pero si la sinceridad prima sobre nosotros, estos son escollos que una crítica teatral con tradición y altamente ligada al acto creativo podría sortear. Puede que el teatro cubano esté en «crisis», pero se sigue yendo al teatro, se sigue haciendo teatro y este es valorado como un arte con aprecio social, ya sea por su carácter más abiertamente contestatario, transgresor e incómodo.
Sin embargo, si algo distingue al teatro cubano de hoy es su falta de acompañamiento crítico. Con un pensamiento crítico débil, sustentado apenas en el prestigio de los investigadores que aún están en ejercicio, cuya labor es mirado por las nuevas generaciones de espectadores y creadores como una práctica obsoleta y hermenéutica, el teatro cubano contemporáneo queda aislado, como una suerte de estertores de poéticas inconexas e incomprensibles.
Pareciera que los exponentes actuales de nuestra escena, como La Franja Teatral, Nave Oficio de Isla Comunidad Creativa, Teatro Rumbo, Teatro El Portazo y Grupo de Experimentación Escénica La Caja Negra, tienen poco contacto con antecedentes como Teatro Buendía, Teatro El Público, El Ciervo Encantado o Argos Teatro. Más allá de los referentes y maestros que declaran sus directores, toca a la crítica aunar esas herencias e incluso revelar las no siempre declaradas, muchas veces por desconocimiento o porque las rupturas generacionales accidentadas de nuestra historia teatral lo impiden.
Más preocupante aún resulta ver la falta de intentos por señalar las nuevas sendas temáticas y formales que agrupan a la creación escénica y a la dramaturgia nacional. Si bien pueden ser diversas, referirlas sería una ganancia para una tradición que siempre se preocupó, en décadas distintas, por entender las conexiones entre nuestros exponentes teatrales, más que por un simple acto de catálogo, por la oportunidad de definir nuestros panoramas escénicos correspondientes en sus similitudes y diversidades. Tampoco existe un interés por ver cuáles son las principales influencias internacionales que marcan a nuestros colectivos, como antaño hacía la crítica, no solo desde la identificación, sino desde la promoción de autores y publicaciones que permitían que estos materiales también fueran asequibles para el público asiduo al teatro.
Hoy por hoy, los espacios para ejercer la crítica teatral tradicional son pocos y cuentan con estrategias caducas. La revista *Tablas* saca sus números de manera casi anárquica, sin que la llegada de estos constituya algún interés para la audiencia, ni siquiera para los propios críticos y teatristas implicados en sus páginas. Tampoco en sus últimas ediciones resulta un medio que mantenga una política editorial e investigativa que comprenda las urgencias del teatro cubano, con números dedicados a temáticas que parecen forzadas, mientras que otras de mayor inmediatez quedan de lado.
Pese a que la revista y otros medios han intentado acercarse a las plataformas digitales y a la generación de contenidos más acordes a los nuevos modelos de consumo, lo cierto es que esto termina por ser una doble pérdida, pues ceden en la calidad y el rigor de sus contenidos y tampoco logran desenvolverse con efectividad en estos medios emergentes.
La crítica, como el teatro, debe adaptarse a los nuevos lenguajes, ser más seductora hacia esa audiencia que también sostiene su razón de ser. Pero, así como el teatro defiende su naturaleza y su tradición de arte vivo, la crítica en Cuba ha de defender su rigor y su compromiso ético, con una búsqueda de la verdad y el auténtico impacto social y estético de un espectáculo, más allá de cualquier compromiso o directriz del poder, y mucho menos servir de promoción o paliativo para el trabajo de nuestros «camaradas».
De estas nuevas maneras, debemos adoptar la fórmula del lenguaje directo, lograr la conexión con el lector/espectador en pocos segundos y, si es preciso, conseguir un mayor impacto visual. Sin embargo, el rigor investigativo nunca es negociable. Tenemos que entender y hacer entender nuestra diferencia con el comentario de Facebook que aparece una vez terminada la función; es a ese al que deberíamos ganarle el terreno fácilmente.
Hace unos años, un usuario escudado bajo el nombre de El gato de Schrödinger captó la atención del mundo teatral cubano con sus críticas a los espectáculos en cartelera. El efecto provocado por el incógnito y la agresividad de sus juicios —la verdad, poco sustentados y con claras intenciones de llamar la atención a través de una cizaña de corte pseudointelectual— puso en alarma a los teatristas.
En un contexto donde nadie habla de la crítica teatral, en esos días El gato estuvo en boca de todos. Entre la indiferencia de algunos y el odio visceral de otros (quizás poco acostumbrados a ser valorados o sintiendo que alguien hacía el trabajo que ellos debían hacer), la pregunta era quién sería este extraño juez. No faltaron quienes se le enfrentaron directamente a través de los comentarios, aunque la tendencia de nuestros críticos más reconocidos fue evitar un enfrentamiento directo, porque eso le daría legitimidad al outsider enmascarado.
Aun así, muchos no pudieron aguantarse y publicaron posts en Facebook y WhatsApp, donde indirectamente respondían al felino rebelde. El gato desapareció de un día a otro (creo recordar que anunció su retirada) y las valoraciones sobre los espectáculos volvieron a su status quo. He visto directores que se jactan de haberlo humillado, otros que dicen que se trataba de un estudiante; lo cierto es que su identidad sigue siendo un misterio, como si se tratara de un asesino en serie.
La verdad en cuanto a este suceso es que, si nuestra crítica teatral estuviera activa, El gato, con sus valoraciones deficientes y apresuradas, no hubiera pasado más que como un suceso aislado. Como vimos en la cita de Ego, las críticas negativas son divertidas de leer y de escribir. Este tipo de discurso prolifera solo en un país donde la crítica teatral en los últimos veinte años ha abogado por el paternalismo extremo sobre los espectáculos, donde cada vez son menos los premios que se otorgan tras el debate coherente y declarado de los críticos teatrales.
Si los amantes del teatro en Cuba encontraran en los medios de crítica (si al menos encontraran los medios de crítica) o en otras redes los trabajos de profesionales con una labor constante que les permita identificarlos, y, sobre todo, que sus juicios se adhieran a esa realidad teatral que fin de semana tras otro vemos en nuestros escenarios, El gato dentro de la caja estaría indudablemente muerto.
Eso sí, creo que de El gato podemos aprender varias cosas. Sobre todo, resaltar su manejo de las redes y la estrategia comunicativa para ser escuchado, a lo que se suma el hecho de asumirse como un ente con intenciones de reconocimiento. A pesar de lo efímero de la experiencia y aunque nos cueste aceptarlo, este personaje nos señala claramente que debemos cambiar las maneras de interactuar con la audiencia. Nuestras publicaciones especializadas apenas se leen, nuestros paneles y coloquios resultan aburridos y somos el hazmerreír entre los artistas.
Un medio como Tablas no puede centrarse solamente en la publicación de la revista o en la organización de desmontajes y presentaciones de libros. Tablas tiene que ser una marca con distintos niveles de acceso al público y a los artistas: podcasts, videos en YouTube, publicaciones en Instagram, en fin, todos los medios disponibles para conectar con quienes necesitan del consumo teatral.
Tampoco es un secreto que el pago a la crítica teatral en las plataformas reconocidas por la institucionalidad es bajo, otro factor que se suma a que cada vez menos se le dedique cuerpo y alma a este trabajo. Pero insisto una vez más: no es una situación meramente económica, ni de apatía social, ni de necesidad de virtualización lo que ha puesto en jaque al crítico.
Más bien, estos factores mencionados han provocado el resquebrajamiento de lo principal: la pérdida de una tradición. Sin esa tradición no se puede acceder a los nuevos lenguajes; se carece de un objetivo que reinventar y salvar.
Hoy, con tristeza, miro a los pocos estudiantes que hacen los exámenes de ingreso para estudiar Teatrología. Muchos, por no decir la gran mayoría, son desconocedores del fin de la carrera y de su importancia. Menos son los que llegan a graduarse y contadas son las excepciones que se dedican a la investigación y a la crítica teatral.
Más triste me resulta aún que baje el nivel de los exámenes para el ingreso; quienes apuestan por esta política en aras de mantener viva la carrera solo blanden un cuchillo de doble filo, pues atentan directamente contra la exclusividad del conocimiento que preservamos, ese que, más que hacernos elitistas, nos permite obrar con mayor conciencia sobre una sociedad que necesita el diálogo con su teatro. Una necesidad imperante, quizás hoy más que nunca, porque lo que sucede sobre esas tablas es de los pocos espacios donde aún se respira libertad auténtica. Una libertad que, parafraseando una vez más la cita del inicio, necesita de amigos.
José Antonio García