Caminar por La Habana es como adentrarse en un lienzo inacabado, un cuadro en constante transformación donde cada trazo cuenta una historia. La ciudad respira entre fachadas que deslumbran y muros que se descascaran, entre restauraciones recientes que relucen como espejos y paredes que, aunque agrietadas, conservan la dignidad de lo vivido. La Habana no es estática: palpita, envejece y se renueva, y en ese vaivén el color se convierte en protagonista.
En La Habana, el color no es un simple recurso estético: es un idioma que se habla en cada rincón. Basta mirar los balcones cargados de ropa tendida, ondeando como banderas improvisadas, para entender que la vida diaria también se manifiesta cromáticamente. Esa ropa que danza al viento no solo seca al sol: narra historias de familias, de rutinas, de una vitalidad que se niega a apagarse.
Los almendrones, esos autos clásicos de los años 40 y 50, refuerzan este lenguaje. Pintados en turquesa, amarillo, rosado o verde intenso, recorren la ciudad como pinceladas en movimiento. Más que vehículos, son reliquias rodantes, memoria viva de un tiempo detenido y, a la vez, reinventado. Cada almendrón es un museo con ruedas que le añade a La Habana un trazo de nostalgia y fiesta.
Los muros habaneros son lienzos colectivos. Grafitis y murales florecen en paredes viejas, llevando mensajes sociales, políticos o puramente artísticos. Retratos de héroes, frases populares, símbolos y colores estridentes convierten a la ciudad en una galería de arte a cielo abierto. Muchas de estas intervenciones son efímeras: el sol, la lluvia o una nueva mano de pintura las desgastan o cubren, pero en ese carácter transitorio reside su fuerza. La Habana no solo muestra arte: lo respira y lo transforma.
No todo es brillo ni restauración. El desgaste también habla, y habla alto. Las pinturas descascaradas, los tonos apagados y los desconchados se han convertido en parte de la estética habanera. Para algunos, son la evidencia del paso del tiempo y del abandono; para otros, pura poesía urbana. Son cicatrices que embellecen porque recuerdan lo que resiste. Como en el arte japonés del kintsugi, donde las grietas se convierten en parte de la obra, en La Habana las imperfecciones son un sello de identidad.
Ese diálogo entre lo que resiste y lo que se desvanece convierte a La Habana en un espacio cromático irrepetible. Cada fachada es un testimonio; cada puerta pintada de verde, azul o rojo, un acto de afirmación frente a la rutina. Y, en medio de todo, su gente sigue apostando por el color: pintando sus casas con lo que tienen a mano, renovando un mural, colgando ropa brillante en un balcón o vistiendo ropas intensas que parecen desafiar la monotonía.
El color es también una forma de resistencia cultural. En una ciudad donde el tiempo parece jugar sus propias reglas, los tonos vivos son una declaración de esperanza, un gesto de vida. El habanero, con brocha o con vestimenta, con música o con murales, insiste en teñir su entorno para no dejar que el gris se imponga.
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