La improvisación ha sido una de las marcas esenciales del jazz y, en el caso cubano, un territorio donde confluyen la herencia rítmica, la experimentación armónica y la búsqueda de nuevos lenguajes. Hoy conviven diversas formas de asumir este proceso creativo: desde improvisaciones que privilegian la destreza técnica, hasta otras que, sin prescindir de la técnica, persiguen un fin más discursivo, capaz de generar emoción y diálogo.
Las primeras destacan por su despliegue de virtuosismo. Cada nota parece una demostración de lo posible, una acrobacia sonora que recuerda al espectáculo circense: impactante, arriesgado, seductor. Este tipo de improvisación exige disciplina, control y madurez técnica, lo cual merece reconocimiento en sí mismo. Sin embargo, cuando el centro de gravedad se desplaza hacia el solista, la interpretación puede transformarse en un acto de exhibición más preocupado por impresionar que por dialogar. Surge entonces una pregunta inevitable: ¿qué valor adquiere un discurso musical si la audiencia queda deslumbrada, pero emocionalmente distante?
En contraste, otros intérpretes orientan la técnica hacia un propósito distinto: evocar imágenes, despertar memorias, crear tensiones que encuentran resolución. Aquí, el improvisador no compite con el silencio, lo incorpora; no toca únicamente para sí, sino que construye junto a los demás músicos y el oyente. En este espacio, el ego no desaparece, pero se equilibra: impulsa la expresividad sin reclamar siempre el protagonismo. Entonces: ¿qué experimenta el público cuando la improvisación deja de ser demostración y se convierte en relato compartido?
No se trata de jerarquizar ni de determinar cuál es la vía más legítima, sino de reconocer que ambas responden a motivaciones distintas y cumplen funciones diferentes en la experiencia musical. La improvisación técnica despierta admiración; la discursiva, en cambio, busca conmover. El reto, quizás, radica en mantener un equilibrio donde el virtuosismo no opaque la emoción y donde el relato conserve la fuerza de la técnica.
La improvisación, en definitiva, oscila entre el brillo de la destreza y la intimidad de la emoción. Más que ofrecer respuestas cerradas, lo que queda es una invitación: pensar qué conmueve más en un solo de jazz, si la demostración de lo posible o la evocación de lo sensible. La tarea, como ocurre en el arte, permanece abierta para quien escucha.
Artículo: Edel Almeida Mompié